La casa rezumaba olor a añejo. Pablo Vidal había entrado por última vez hacía entonces treinta años. Apenas recordaba el mantel de hule sobre la mesa en la que había merendado aquella tarde. Era un 20 de abril, del 78. Jugaba con sus primos en las colinas, corriendo y gritando: la gallinita ciega; la pilla; el escondite; paloma blanca, paloma negra... Su madre y sus tías los esperaban en el jardín, preparando batido de plátano y chocolate, galletitas de la abuela y una rica macedonia de frutas. Tenía 5 años.
Ahora regresaba. Un correo de su madre lo había puesto sobre alerta: "Debes volver -decía-, abrir la puerta, mirar todo lo que hay dentro, ponerlo en orden y marcharte otra vez". Regresar para marchar de nuevo. ¿Qué sentido tenía eso? Pablo no lo entendía en sus palabras, habían pasado demasiado tiempo distanciados; sólo su temprana muerte, previo aviso, lo acercó al final a su lado. Fue entonces cuando escuchó de su boca lo que unos días atrás había leído por ordenador: "...abrir la puerta, mirar todo lo que hay dentro, ponerlo en orden y marcharte otra vez". Pero, ¿por qué?
Dos meses después del fallecimiento, Pablo regresó. Abrió la puerta roja con la llave que estaba bajo una losa detrás del pozo. Entró con cuidado, sigilosamente, para no hacer ruido (¿a quién?), miró todo lo que había dentro y lo vio, allí estaba, el mantel de hule sobre el que había merendado treinta años antes cubriendo la vieja mesa de mimbre del jardín. Estaba sucio, olía a chamizo, como todo el interior, y sobre él, un hatajo de cartas se desparramaba hacia ninguna parte. Tendría que cogerlas, abrirlas, ordenarlas según la fecha o el contenido, cerrarlas de nuevo con lacra y marcharse para siempre, pensó. Tal y como le había dicho su madre. Tal y como siempre hizo en la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario