martes, 10 de febrero de 2015

Idir

No recuerdo el día que conocí a Idir. Fue poco después de llegar al albergue, una noche que él trabajaba. Puede ser que yo estuviese en la cocina y oyese una voz al fondo, en recepción, contando alguna anécdota con bastante ímpetu y sin concesiones, criticando algún comportamiento o haciendo un chiste ácido. Cualquiera de estas opciones es válida y probable, porque fue la escena que más se repitió durante tres o cuatro noches semanales a lo largo de mis primeros seis meses allí.
Idir era recepcionista nocturno. No sé si ocupaba ese puesto por casualidad o había algo de premeditado en la decisión de tener a un chavalote de origen magrebí, lo suficientemente cachas y malhumorado como para plantarle cara a cualquier quinqui barriobajero, velando el sueño de los huéspedes. Hijo de padre argelino y madre marroquí llegados a Bruselas antes de su nacimiento, este chico de 29 años era el mayor de los dos vástagos del matrimonio y acababa de casarse el verano anterior. 

Las noches en el albergue podían no tener fin. A veces era la responsabilidad de saber que al día siguiente tendría que estar a las 7 en planta lo que me animaba a subir. Subir a mi cuarto, claro, que estaba en el último piso de un edificio de tres. Los primeros seis meses que pasé en Molenbeek ocupé la habitación más grande del hospedaje, pero a pesar de que era cálida y confortable —con un enorme armario de madera de pino en el que entraron dos maletas y del que salieron tres—, evitaba estar allí el mayor tiempo posible; así que cuando trabajaba de tarde y terminaba sobre las 10 o las 11 de la noche, el ajetreo continuaba en recepción, por donde pasaban a diario más de un centenar de clientes de todo origen y condición. Porque a pesar de tener la denominación oficial de "auberge de jeunesse" (albergue de juventud), este alojamiento era a veces más frecuentado por hombres de vidas atribuladas que por jóvenes mochileros. 

Dicen que las grandes confesiones, o al menos esas que nos hierven el interior, se hacen por la noche, al calor de una copa de vino. Fuera con vino o un café con leche, algo tenía Idir que atraía al interlocutor; tal vez una empatía natural, nacida de una capacidad para ver las situaciones sin visillos y fomentada por haber pasado su infancia y adolescencia lidiando con la morralla de su barrio, uno de los más conflictivos de Bruselas. "Cuando creces en un barrio como el mío —me dijo una vez—, tienes dos opciones: convertirte en uno de ellos o hacerte hombre antes de tiempo, tu vois? ". Oui, je vois. Así que no era raro encontrarlo detrás del mostrador escuchando paciente y amable las vicisitudes de cualquier desarraigado insomne que pasase por allí. Era comprensivo con los desgraciados e implacable con los injustos, y yo, no sé si por reminiscencias de adolescencia o exigencias del guión, me quedaba por las noches escuchando con curiosidad antropológica las conversaciones que él mantenía con los clientes solitarios.  

Recuerdo una ocasión en la que aparecieron por el albergue un grupo de boy scouts franceses, ya entrados en la cincuentena o más, que venían a pasar el fin de semana a Bruselas. Más que boy scouts, los señores debían de ser una pandilla de amigos de algún club de algo —aunque tenían toda la pinta de ir a salir de caza— con ganas de correrse una buena juerga lejos de sus respectivas. Claro, elegir como centro de hospedaje un albergue para jóvenes cuando has superado los 35 habla o de tu carácter o de tu bolsillo, pero en un alto porcentaje de los casos, lo primero prevalece. El caso es que los susodichos recalaron por allí el viernes por la tarde, ya no de muy buenas formas, exigiendo un cuarto común para todos los que eran y sin mezclarse con otros inquilinos. La anécdota habría pasado sin pena ni gloria si no fuese porque al día siguiente, mientras apuraban los últimos tragos de vino ahítos de alcohol, surgió, cómo no, el tema político. 

Faltaban unos días para las elecciones presidenciales francesas del 2012 y en la Bélgica francófona se seguían los debates con tanto entusiasmo como si fuesen las suyas —o más—. No había duda de quién llegaría a la segunda vuelta; en Francia, como en España, no se habían puesto todavía grandes zancadillas a la alternancia de poder, y sólo de fondo se oía como un rumor cada vez más persistente un nombre de mujer, el de la hija de uno de los baluartes de la extrema derecha gala que ya no necesitaba, sin embargo, amparo paterno: Marine Le Pen. 
No sé cuál fue el elemento detonador, pero en un momento dado todo explotó y oí a Idir decir a uno de los franceses, un hombre moreno, alto y rudo, de media melena y bigote poblado a la imagen de los vaqueros de western hollywoodiense, que lo iba a echar del albergue y que tendría que pasar la noche en otro lugar; que entre sus atribuciones estaba la de no aceptar comportamientos oprobiosos ni comentarios racistas, cualesquiera que fuesen sus motivos, y mucho menos contra su persona. La disputa había comenzado, al parecer, por una bebida alcohólica que Idir se negó a servir advirtiendo el creciente estado de ebriedad del interfecto y su carácter cada vez más irascible. Ante la negativa del recepcionista convertido a camarero, el hombre debió de comenzar a proferir todo tipo de improperios que no pudieron obviar el tema racial: "Savez-vous pourquoi je veux que Marine Le Pen gagne les élections ? Pour nettoyer la France des gens comme vous" (¿Sabe por qué quiero que Marine Le Pen gane las elecciones? Para limpiar a Francia de gente como usted). Y no le pudo decir peor cosa, porque de pronto vi a un Idir furioso levantarse de su sillón, abalanzarse sobre el mostrador y, en un tono de voz más elevado de lo habitual, con su correspondiente gesto de mano, conminarlo a irse de allí. El francés opuso resistencia e incluso amagó con responder por la fuerza, pero pronto aparecieron sus camaradas para disuadirlo. 
Con ellos venía una mujer extraña que llevaba unos días hospedándose en el albergue. Gustaba de hablar de Dios, decía que tenía una suerte de misión en la vida, no sé si con finalidades mesiánicas o sólo para paliar sus cuitas existenciales. Lo cierto es que la señora, en edad madura también, no pasó desapercibida a los ojos del francés lenguaraz que dos minutos antes se había acordado de todos los moros de Idir, y fue ella la que consiguió llevárselo a un aparte con voz melosa y dulcificarle —al menos temporalmente– el genio. 

Idir pasó el resto de la noche de mal humor. La verdad es que la grosería del gabacho no pudo elegir peor destinatario para sus impertinencias; no sólo por lo imprudente del comentario, sino por lo injusto del mismo al confundir continente con contenido. Al día siguiente, cuando me levanté para trabajar en el comedor en el turno matutino, todavía estaba recordando el incidente: pensaba presentar una queja ante el gerente e impedir a ese cliente alojarse de nuevo allí. Sus compañeros, yo entre otros, lo animábamos a relajarse e irse a dormir después de una madrugada entera trabajando. 

Por el restaurante pasaron a primera hora los franceses en fila para tomar el desayuno. No los acompañaba su miembro bocazas, que apareció después acompañado por la mujer que hablaba de Dios. Los primeros se sentaron en grupo y, los segundos, juntos y en un ensimismamiento recíproco, a una mesa donde no había nadie más. Los que estábamos al otro lado del lavavajillas, entre lavado y secado, echábamos un ojo al exterior y a veces nos sonreíamos. Bueno, algunos, porque otros preferían el piar del guasap al cotilleo de viva voz de toda la vida. 

Luego se fueron, los franceses, la enviada del Señor y otros clientes. Como me fui yo y nos fuimos todos tarde o temprano. El domingo pasó y días después, las elecciones francesas, que Marine Le Pen no ganó en esa ocasión. 


También se fue Idir unos meses más tarde. La última vez que lo vi todavía no había nacido su hija, una niña de pelo rizado que sale ahora con él en su foto de perfil de Facebook. Había dejado el albergue poco antes para buscar otro empleo que le permitiese estar más tiempo con su familia y ocuparse personalmente del cuidado que la criatura. Luego le escribí alguna vez, para felicitarlo cuando fue padre o preguntarle por su nueva vida junto al bebé. Siempre me contestó amable y distante a la vez, como musulmán casado que es, o tal vez porque es virgo y no le gustan las alharacas. Supongo que sigue en Bruselas; quizá algún día nos crucemos por la calle. 

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